Reseña: Un desplazamiento de escena y llegamos a este mundo para el que Wilcock parece idealmente equipado. La presentación repite siempre la matriz: el nombre del monstruo y poco más de una página y media a la que una simulación descriptiva convierte en relato. Se trata de un minimalismo metódico, de una estilizada proyección. Solo la honestidad y la incredulidad de un escéptico pueden darle cabida. Como deudor y divulgador de Arcimboldo y de Borges, Wilcock traza el retrato inolvidable de monstruos que no olvidaremos. Se acostumbra en estos casos a enumerarlos, pero esta vez se prefiere tratar de desentrañar qué rara mezcla de desdén y ambición hizo que el autor, con la energía creadora habitual, los concibiera. Ese balance infrecuente entre los dones de los que se hace alarde y las contracciones súbitas del inventario nos precaven acerca de la unidad. Pero con Wilcock tenemos nuevamente que continuar al acecho. De acuerdo con una vieja boutade del autor, no estaríamos en presencia de una colección de fragmentos sino de un libro narrativo cuya secreta unidad consiste en el hecho de que sus personajes nunca llegan a encontrarse.